A. Los Sofistas.
1.
¿Quiénes fueron los Sofistas?
Desde mediados del siglo V a. C.
surge en Grecia un tipo de sabio que renunció a la investigación cosmológica,
los sofistas, en buena medida a causa del escepticismo.
Este movimiento dio lugar a la proliferación
de doctrinas incompatibles durante el primer siglo y medio de existencia de la
filosofía griega. Otra causa importante para la aparición de esta clase nueva
de sabio fue el avance histórico que experimentó toda la Hélade después de las
guerras médicas (en las que Grecia, dirigida sobre todo por Atenas y Esparta,
resistió vigorosamente la invasión del imperio medo-persa). El siglo V es el
gran siglo clásico de la cultura griega, en el que, fundamentalmente en Atenas,
la literatura, la arquitectura y otras artes alcanzan su cima. Florece la
ciudad-estado (Polis) y en muchos lugares es imitada la constitución democrática
del principal de estos Estados, Atenas. Ahora bien, en el Estado democrático es
sumamente importante para el hombre que quiere destacar y ejercer magistraturas
dotadas de poder, el triunfo en los debates y, aunque esto en segundo término,
también la habilidad retórica ante los tribunales.
Esta noción de hombre destacado, excelente, pasa ahora a ser la del hombre que es
elegido por sus conciudadanos, gracias a sus facultades de persuasión, para
desempeñar puestos de gran responsabilidad y administrar los negocios públicos
o políticos (o sea, del Estado). En la época de Homero, la excelencia (areté) había consistido en el buen éxito en la
guerra (aunque también en la asamblea de los aristócratas) y estaba
necesariamente ligada al nacimiento en un alto linaje. Ahora, la excelencia es
fundamentalmente no la del gran soldado, sino la del ciudadano, y, por lo
mismo, se prescindirá del nacimiento y se vinculará a la capacidad del
individuo. Hacen, pues, falta maestros en las artes de la persuasión (peithó),
es decir, maestros en de retórica, oratoria, dicción, etcétera.
Los Sofistas son estos maestros de
retórica, que andan de un Estado democrático a otro atrayendo a sus carísimos
cursos a los hijos de las familias poderosas y ricas, que eran quienes más y
mejor podían aspirar a los éxitos políticos que les facilitaban estos nuevos
profesores. Hasta el momento, los sabios en Grecia no se habían ganado la vida “vendiendo”
su sabiduría, y la condición del perpetuo extranjero (meteco) no era en
absoluto bien vista en ningún Estado helénico.
2.
Principales tesis sofistas.
a.
Agnosticismo teológico.
Protágoras, el más importante y más antiguo sofista,
declaraba al comienzo de su libro principal que la investigación sobre la
naturaleza de lo divino era demasiado ardua como para que en una sola vida
humana diera tiempo suficiente para concluirla. Y en otro de sus escritos parece
haber intentado mostrar cómo sobre cada cuestión es posible presentar
argumentos tanto a favor como en contra de cualquier solución que se encuentre.
b.
El hombre como medida de todo: el
relativismo.
Sabemos también que una de las declaraciones más importante
del libro de Protágoras consistía en la tesis siguiente: "el hombre es la medida de todas las cosas: del ser de las que son
y del no ser de las que no son". Es difícil saber en qué sentido hay
que entender esta sentencia, pero desde Platón, cercano en el tiempo, se la
toma en sentido relativista, o sea,
como si lo que Protágoras quiso decir es que la verdad de las cosas es relativa
al hombre que trata de conocerlas. Esto significa, siempre según Platón, que
Protágoras identificaba la apariencia con la verdad: aquello que a cada cual le
parece verdadero es en esa misma medida verdadero (para ese hombre).
3. Otros sofistas.
Otros sofistas hicieron un gran hincapié en su dominio
pretendidamente absoluto de cuantos saberes puede alcanzar el nombre. Así, Hipias se jactaba de presentarse ante
todos los griegos en el estadio de Olimpia llevando un vestido enteramente
fabricado por él mismo. Se ponía a la disposición de todos para responder a
cuantas preguntas quisieran hacerle sobre cualquier materia y nunca había
fallado la respuesta (entre sus artes estaba la mnemotécnica, o sea, la de
memorizar y recordar fácilmente). Otros sofistas, como Gorgias, subrayaron hasta el exceso la posibilidad de argumentar a
favor de cualquier tesis y hacerla vencer cuando vota el público en la asamblea
o en un tribunal (entre dos contrincantes que han hablado). Una de las piezas
maestras de Gorgias, que aún poseemos, titulada “Elogio de Helena”, es un
alarde de abogado: la defensa de Helena, la peor de las mujeres porque, así se
creía, había provocado con su adulterio la guerra de Troya.
B. Sócrates.
1.
¿Quién fue Sócrates?
Sócrates es quizá el mayor y más enigmático filósofo de toda
la historia. Ante los ojos de muchos de sus conciudadanos en un sofista más. De
hecho, en su comedia Las nubes,
Aristófanes, el gran comediógrafo, le ridiculizó equivocadamente al presentarle
como un mediocre sofista. En el año 399 a. C. Sócrates fue acusado y condenado
a muerte por impiedad y corrupción de los jóvenes a los que enseñaba. Tomamos
como base para el reconocimiento de la actividad de Sócrates los discursos que
presenta Platón al narrar mediante ellos lo que ocurrió el día de la condena
(Apología de Sócrates) y tres días antes de su ejecución, cuando rechaza la
propuesta de fuga que le hace su amigo Critón, corrompiendo al carcelero. Pues
bien, en La Apología vemos que
Sócrates sobre todo sostiene que el supersaber de los sofistas es inaccesible
para el hombre y que a él le van a condenar por haberlo confundido con uno de
esos sabios imposibles. Sólo el Dios sabe. El hombre ignora, pero no debe ser
tan radicalmente ignorante que incluso ignore que ignora. La posición propia
del hombre es saber sólo esto: que no posee la sabiduría propia de Dios,
aunque, eso sí, la anhela. La tesis de Sócrates es que esta presunta ciencia de
la excelencia humana es inalcanzable y siempre se ha encontrado que quienes
creían tenerla en realidad la ignoraban (e ignoraban que ignoraban).
2.
Principales tesis de Sócrates.
a. El método socrático.
Sócrates, por otra parte, reconocía que existían ya saberes
estrictos en su tiempo. Contaba entre ellos posiblemente la matemática, la
medicina y, desde luego, las ciencias del agricultor, del naviero, del
ceramista, del zapatero, del escultor (seguramente, su oficio y el de su
padre). Con el criterio de estos saberes juzgaba la presunta ciencia del bien y
la excelencia que queremos todos tener. ¿O es que no vivimos bien seguros de la
dirección que ha tomado nuestra existencia, como quien conoce perfectamente qué
es lo bueno para sí mismo?
Además de todo ello, Sócrates confiaba plenamente la fuerza
del diálogo para la investigación de la verdad (para la comprobación precisa,
"científica", de la pretendida sabiduría). Un hombre puede llegar a
expresar aquella tesis sobre el bien que él realmente sostiene con su modo de
vivir, si reflexiona con suficiente profundidad. Esta reflexión recibe una
ayuda muy importante del interlocutor que sabe preguntarle de continuo. Las dos
partes del diálogo son: la ironía y la mayéutica.
La ironía consiste, precisamente, en esta
primera fase del proceso dialéctico, gracias a la cual quizá por primera vez un
hombre acepta discutir acerca de qué sea a la excelencia (tradicionalmente
decimos la virtud) porque sospecha que pueda valer la pena. Sócrates logra
suscitar esta actitud en sus interlocutores confesando su ignorancia e
invitando con insistencia a la persona con la que habla aquí de su parecer.
A la segunda parte del diálogo se la llama Mayéutica, que significa el arte de
ayudar en el parto. Sócrates decía haber heredado de su madre (partera) este
arte, sólo que aplicado fundamentalmente a hombres y a almas. De lo que en el
diálogo se trata es de examinar si los partos del alma, que son los discursos
(las afirmaciones) sobre la existencia, valen algo o, por el contrario,
engendran una contradicción interna y, por lo tanto, quedan en meros “abortos
de puro aire”. Sócrates se atenía pues a la inscripción del templo de Apolo en
Delfos: "Conócete a ti mismo".
El arte Mayéutica de Sócrates es, en realidad, el más
inmediato antecedente de lo que ahora conocemos por lógica, pues consistía en
hacer extraer productivamente las consecuencias que se siguen de su afirmación
al interlocutor que la formuló, de modo que si alguna de estas consecuencias es
una contradicción o contradice una verdad muy evidente que acepta la persona
misma que dialoga con Sócrates, queda patente que se ha partido de una premisa
falsa. Hay que sustituirla por otra, o sea, por una nueva afirmación que
procure ser una definición mejor, para volver en seguida a recomenzar el
proceso. Por cierto que este examen debería repetirse a diario cuantas más
veces mejor, para no arriesgarse a vivir en adelante sobre una convicción falsa
acerca de cómo hay que vivir.
b. El intelectualismo moral socrático.
La posición de Sócrates se denomina frecuentemente
intelectualismo moral porque se basa en que un hombre actúa en conformidad con
lo que piensa. Nadie hace el mal a sabiendas, porque la verdad más clara acerca
del mal es que perjudica a quien lo realiza aún más que a quien lo sufre. Tal
es la tesis esencial de Sócrates: jamás,
suceda lo que suceda, hay que hacer el mal. Por ejemplo, si un hombre se ve
amenazado con el exilio, la presión, la pobreza, el descrédito o la muerte debe
actuar exactamente igual que cuando no estaba bajo estas amenazas: a saber, ateniéndose
al principio de no hacer el mal. De aquí que Sócrates reconozca en el hombre un
factor capaz de desafiar a la muerte, no precisamente porque sepa a ciencia
cierta que el justo que muere será feliz, sino porque lo único que sabe a
ciencia cierta es que el mal moral es lo malo mismo, lo peor, mucho peor que la
muerte. Cuando la muerte es sufrida sin haberse manchado con el mal, el
elemento o “factor” que hace que el hombre sea capaz de afrontar la muerte "con una buena
Esperanza", no puede ser otro que aquello que hace vivir al hombre, o sea,
su psique o alma. Pero entonces
también evidente que el alma es, por así decir, el lugar donde se guardan las
opiniones sobre el bien. El hombre es fundamentalmente su alma y su alma es
fundamentalmente su tesis sobre el bien, de la que dependen todas las acciones.
En definitiva, no caben más que dos posibilidades: o el hombre cree saber que
la muerte propia es el peor de los males (y entonces hará cualquier cosa con
tal de evitarla o posponerla), o el hombre sabe que ignora qué es en realidad
la muerte, pero sabe también que el mal moral es lo peor. En este segundo caso,
el hombre vive la vida del filósofo,
o sea, el cuidado o la preocupación por la muerte, por la verdad y por el alma;
pero, en el primer caso, como hacen los sofistas, el hombre valora más la
retórica, que puede dar a su opinión la fuerza persuasiva ante los demás,
aunque no sea verdadera (es decir, valora más la apariencia que la verdad). El
lema de la moral socrática dice, precisamente: no parecer, sino ser.
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